No hay lugar más desolado que las vacías llanuras cerca de Tindouf, en el oeste de Argelia. Allí se refugiaron decenas de miles de saharauis hace 30 años, cuando Marruecos asumió el control de su tierra, el Sahara Occidental. Y allí esperan, olvidados, en una tierra fronteriza azotada por el viento parecida a la superficie de Marte. Los adolescentes y los jóvenes de 20 años han pasado toda su vida en los campos de refugiados. Los que pasan de los 50 y 60 años han envejecido allí y han perdido la fuerza. Muchos han muerto. En el mayor de los cinco campamentos, el cementerio cubre toda una ladera y se pierde de vista en el horizonte. Muy pocas cosas crecen en la dura tierra de los campamentos. En invierno no hay escapatoria al frío de la noche. En verano no hay alivio para el calor, con temperaturas de más de 50 grados. Los refugiados, unos 100.000 o más, viven en casas hechas de barro cocido al sol y en tiendas donadas. El agua les llega en camión y se deposita en unos tanques de metal que les sirven de cisternas familiares. La ONU proporciona la comida, que no es suficiente. Las mujeres están anémicas y los niños no crecen bien. Todos los días, los refugiados piensan en el Sahara Occidental y en los parientes que dejaron atrás hace mucho tiempo. Unos pocos afortunados cuyo nombre figura en una lista de la ONU tienen una única oportunidad de ver a sus seres queridos. Lea el artículo completo en la revista
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